En el correo del lunes llegó la orden oficial: la ejecución debÃa cumplirse en el término de veinticuatro horas. Esa noche los oficiales metieron en una gorra siete papeletas con sus nombres, y el inclemente destino del
capitán Roque Carnicero lo señaló con la papeleta premiada. «La mala suerte no tiene resquicios -
dijo él con profunda amargura-. Nacà hijo de puta y muero hijo de puta.» A las cinco de la
mañana eligió el pelotón por sorteo, lo formó en el patio, y despertó al condenado con una frase premonitoria:
-Vamos BuendÃa -le dijo-. Nos llegó la hora.
-Asà que era esto -replicó el coronel-. Estaba soñando que se me habÃan reventado los
golondrinos.
Rebeca BuendÃa se levantaba a las tres de la madrugada desde que supo que Aureliano serÃa
fusilado. Se quedaba en el dormitorio a oscuras, vigilando por la ventana entreabierta el muro del cementerio, mientras la cama en que estaba sentada se estremecÃa con los ronquidos de José
Arcadio. Esperó toda semana con la misma obstinación recóndita con que en otra época esperaba
las cartas de Pietro Crespi. «No lo fusilarán aquû -le decÃa José Arcadio-. Lo fusilarán a media noche en cuartel para que nadie sepa quién formó el pelotón, y lo enterrarán allá mismo.»
Rebeca siguió esperando. «Son tan brutos que lo fusilarán aquû -decÃa-. Tan segura estaba, que
habÃa previsto la forma en que abrirÃa la puerta para decirle adiós con la mano. «No lo van a traer por la calle -insistÃa José Arcadio-, con sólo seis soldados asustados, sabiendo que gente está
dispuesta a todo.» Indiferente a la lógica de su marido, Rebeca continuaba en la ventana.
-Ya verás que son asà de brutos -decÃa-.
El martes a las cinco de la mañana José Arcadio habÃa tomado el café y soltado los perros,
cuando Rebeca cerró la ventana se agarró de la cabecera de la cama para no caer. «Ahà lo trae -
suspiró-. Qué hermoso está.» José Arcadio se asomó a la ventana, y lo vio, trémulo en la claridad 54
Cien años de soledad
Gabriel GarcÃa Márquez
del alba, con unos pantalones que habÃan sido suyos en la juventud. Estaba ya de espaldas al
muro y tenÃa las manos apoyadas en la cintura porque los nudos ardientes de las axilas le
impedÃan bajar los brazos «Tanto joderse uno -murmuraba el coronel Aureliano BuendÃa-. Tanto
joderse para que lo maten a uno seis maricas si poder hacer nada,» Lo repetÃa con tanta rabia,
que casi parece fervor, y el capitán Roque Carnicero se conmovió porque creyó que estaba
rezando. Cuando el pelotón lo apuntó, la rabia se habÃa materializado en una sustancia viscosa y amarga que le adormeció la lengua y lo obligó a cerrar los ojos. Entonces desapareció el
resplandor de aluminio del amanecer, y volvió verse a sà mismo, muy niño, con pantalones cortos
y un lazo en el cuello, y vio a su padre en una tarde espléndida conduciéndolo al interior de la carpa, y vio el hielo. Cuando oyó el grito, creyó que era orden final al pelotón. Abrió los ojos con una curiosidad de escalofrÃo, esperando encontrarse con la trayectoria incandescente de los
proyectiles, pero sólo encontró capitán Roque Carnicero con los brazos en alto, y a José Arcadio atravesando la calle con su escopeta pavorosa lista para disparar.
-No haga fuego -le dijo el capitán a José Arcadico. Usted viene mandado por la Divina
Providencia.
Allà empezó otra guerra. El capitán Roque Carnicero y sus seis hombres se fueron con el
coronel Aureliano BuendÃa a liberar al general revolucionario Victorio Medina, condenado a muerte en Riohacha. Pensaron ganar tiempo atravesando la sierra por el camino que siguió José Arcadio
BuendÃa para fundar a Macondo, pero antes de una semana se convencieron de que era una
empresa imposible. De modo que tuvieron que hacer la peligrosa ruta de las estribaciones, sin
más municiones que las del pelotón de fusilamiento. Acampaban cerca de los pueblos, y uno de
ellos, con un pescadito de oro en la mano, entraba disfrazado a pleno dÃa y hacia contacto con los liberales en reposo, que a la mañana siguiente salÃan a cazar y no regresaban nunca. Cuando
avistaron a Riohacha desde un recodo de la sierra, el general Victorio Medina habÃa sido fusilado.
Los hombres del coronel Aureliano BuendÃa lo proclamaron jefe de las fuerzas revolucionarias del litoral del Caribe, con el grado de general. Él asumió el cargo, pero rechazó el ascenso, y se puso a sà mismo la condición de no aceptarlo mientras no derribaran el régimen conservador. Al cabo
de tres meses habÃan logrado armar a más de mil hombres, pero fueron exterminados. Los
sobrevivientes alcanzaron la frontera oriental. La próxima vez que se supo de ellos habÃan
desembarcado en el Cabo de la Vela, procedentes del archipiélago de las Antillas, y un parte del gobierno divulgado por telégrafo y publicado en bandos jubilosos por todo el paÃs, anunció la
muerte del coronel Aureliano BuendÃa. Pero dos dÃas después, un telegrama múltiple que casi le
dio alcance al anterior, anunciaba otra rebelión en los llanos del sur. Asà empezó la leyenda de la ubicuidad del coronel Aureliano BuendÃa. Informaciones simultáneas y contradictorias lo
declaraban victorioso en Villanueva, derrotado en Guacamayal, demorado por los indios
Motilones, muerto en una aldea de la ciénaga y otra vez sublevado en Urumita. Los dirigentes
liberales que en aquel momento estaban negociando una participación en el parlamento, lo
señalaron como un aventurero sin representación de partido. El gobierno nacional lo asimiló a la categorÃa de bandolero y puso a su cabeza un precio de cinco mil pesos. Al cabo de dieciséis
derrotas, el coronel Aureliano BuendÃa salió de la Guajira con dos mil indÃgenas bien armados, y la guarnición sorprendida durante el sueño abandonó Riohacha. Allà estableció su cuartel general, y proclamó la guerra total contra el régimen. La primera notificación que recibió del gobierno fue la amenaza de fusilar al coronel Gerineldo Márquez en el término de cuarenta y ocho horas, si no se replegaba con sus fuerzas hasta la frontera oriental. El coronel Roque Carnicero, que entonces era jefe de su estado mayor, le entregó el telegrama con un gesto de consternación, pero él lo
leyó con imprevisible alegrÃa.
¡Qué bueno! -exclamó-. Ya tenemos telégrafo en Macondo.
Su respuesta fue terminante. En tres meses esperaba establecer su cuartel general en
Macondo. Si entonces no encontraba vivo al coronel Gerineldo Márquez, fusilarÃa sin fórmula de